Era una de las fotos, una de tantas
ya en color, que guardaba en la caja de zapatos tanto tiempo abandonada en un rincón trastero. Hasta el anochecer del día anterior. A esas horas, si todo había
ido como tocaba y ningún camión de recogida había extraviado su ruta, los
cuatro niños que en cuclillas sonrieron a la cámara mil años atrás seguirían
jugando a la petanca entre los montones de algún remoto vertedero municipal. Como si con ellos no fuera a tener nunca tratos la vida alrededor.
Él,
¿qué fue de su pelo, de su flequillo romano?, se limitó a introducirla con delicadeza en un contenedor
azul. Incapaz de romperla antes, se tuvo que conformar con la apocada valentía
de llorar, un poquito nomás, por la calle y con darle un puñetazo al espejo
retrovisor de un coche mal aparcado. Si alguien se lo hubiera recriminado no le
hubiera importado darse de hostias. Incluso darse de abrazos o de morreos. Todo
antes que aceptar que ese tres, esos cuatro menos uno, se hubiera convertido de
repente, un simple mensaje de móvil había sido suficiente, en un número impar. Intolerablemente
impar.
un beso
ResponderEliminarlos recuerdos deben permanecer....siempre.
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