Lunes

 Su marido se había vuelto insoportable. Se pasaba las horas frente a la pantalla del televisor voceando al compás de tertulianos políticos y deportivos, roncaba y soñaba a gritos. O se deshacía pronto de él o se volvería loca. Una madrugada fue andando a una farmacia de guardia, al otro extremo de la vieja ciudad, y le pidió consejo a una auxiliar de ojos tristes. Nada más llegar a casa tragó la pastilla verde con ayuda de un poco de agua de manantial. El efecto fue inmediato. El aula estaba vacía y el silencio era un eco enmudecido. En la pizarra había dibujado un corazón de tiza con dos iniciales dentro enlazadas por una i griega. Bastaba, ese era el remedio, con borrar una de las dos. No llegó a conseguirlo. Se lo impidió la voz de un niño que dijo su nombre con ternura. Más guapo que Robert Taylor.   


Con las botas puestas

 

La mañana que descubrió una postal en su buzón las calles estaban húmedas y sucias de polvo africano. Después de leerla comprendió que no era él el destinatario de las arrebatadas palabras que alguien había escrito desde una playa caribeña. El anciano no se llamaba como la mujer a la que un mercenario echaba tanto de menos y jamás había trabajado de enfermera. Cuando se cruzara con el cartero del barrio, un gordinflón al borde de la jubilación que hacía el reparto con patinete eléctrico, le preguntaría qué hacer. Esa misma noche, presa de uno de sus habituales insomnios, creyó que algo, sin embargo, se le había escapado. Era una sensación extraña, la misma que, por ejemplo, experimentó la vez que vio la inicial de su nombre dentro de un corazón arañado en el tronco de un árbol. Se levantó de la cama, se puso el batín chino y rebuscó por los cajones hasta dar con la pequeña lupa. Y sí, no cabía duda, en el mar de la playa caribeña flotaba el patito de goma que ganó mil años atrás en un barracón de tiro. Doce indios abatidos con catorce disparos de corcho.  

 


Desacuerdos

 

En la última reunión de la comunidad de vecinos, celebrada anoche en la puerta de la calle, no se llegó a ningún acuerdo. Había sido convocada de urgencia por la tarde con el problema del loro como único punto del orden del día. Después de que cada uno de los asistentes voceara sus argumentos, sin respetarse casi nunca el turno de palabra, se procedió a la votación. 5 votos a favor de abrir la jaula donde vive a cuerpo de rey el loro, para que huyera (a su dueña, la anciana, pelos de loca, de la puerta 8 se le escapó aquí una risita) con sus gritos a otra parte y permitiera así conciliar el sueño a ciudadanos de bien (según palabras del vecino de la puerta 13); 5 votos a favor de presentar una denuncia en el juzgado de guardia (si hasta ni hacer el amor podemos con esos sustos que nos da el puto loro dijeron a la par el matrimonio joven de la puerta 7); 5 votos a favor de pagarle a la dueña (esta vez la anciana, pelos de loca, soltó una carcajada) el alquiler de una casita de campo a las afueras de la vieja ciudad (está junto a una gasolinera abandonada y una antigua discoteca cerrada a cal y canto después de un incendio provocado en los gloriosos tiempos de la ruta del bacalao, y mi hermanastro nos la alquilaría por una módica cantidad al mes, explicó el vecino de la puerta 9); 5 votos en contra de cualquier medida; 1 abstención (puerta 4); 1 voto en blanco (el anciano del piso tutelado de la puerta 12) y 1 voto nulo (el okupa de la puerta 17).

Se decidió pues, a la vista de los resultados, esperar el cambio de año. El loro siempre grita lo mismo, y tal vez a partir del 1 de enero de 2021 vuelva a dormir por las noches, con o sin luna nueva, como antes de que comenzara todo. Sin nada más que añadir, ya era casi la hora del toque de queda, cada mochuelo a su olivo (fueron las últimas palabras del presidente, el policía nacional jubilado  que vive en el ático con un gato y el recuerdo de su mujer.) 

De madrugada, la escandalera emplumada de los últimos días. Me pilló en las entrañas de un sueño de nieve. Una noche sin eco, una calle de hielo verde, gritos tropicales: ¡A la mierda 2020! ¡A la mierda 2020!...