liebres

Un muñeco de nieve recordará que olía a ámbar el vagabundo que se detuvo a mirarlo. Lo había visto saltar en marcha, cuando ya anochecía, del vagón de un tren de mercancías, y refugiarse del frío en la furgoneta abandonada junto al apeadero. En el fondo de un bolsillo de su raída gabardina guardaba un carrete de hilo verde, la correa de piel de un reloj y tres mandarinas.
Lágrimas derretidas en las palabras del horóscopo que lee una anciana sentada en un banco de madera, el sonido de cristal de dos canicas entrechocando en un parque y lo que dejara escrito Baroja en uno de sus cuentos. Él creía, anoche estuvimos de vinos hasta las tantas, que en las grandes ciudades, si Dios está en algún lado es en los solares. O, ¿por qué no?, en la sonrisa deletreada deslizándose por un tobogán color zanahoria.

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