La mañana
que descubrió una postal en su buzón las calles estaban húmedas y sucias de
polvo africano. Después de leerla comprendió que no era él el destinatario de
las arrebatadas palabras que alguien había escrito desde una playa caribeña. El
anciano no se llamaba como la mujer a la que un mercenario echaba tanto de menos
y jamás había trabajado de enfermera. Cuando se cruzara con el cartero del
barrio, un gordinflón al borde de la jubilación que hacía el reparto con patinete
eléctrico, le preguntaría qué hacer. Esa misma noche, presa de uno de sus
habituales insomnios, creyó que algo, sin embargo, se le había escapado. Era
una sensación extraña, la misma que, por ejemplo, experimentó la vez que vio la
inicial de su nombre dentro de un corazón arañado en el tronco de un árbol. Se
levantó de la cama, se puso el batín chino y rebuscó por los cajones hasta dar
con la pequeña lupa. Y sí, no cabía duda, en el mar de la playa caribeña
flotaba el patito de goma que ganó mil años atrás en un barracón de tiro. Doce
indios abatidos con catorce disparos de corcho.
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