Estaba
leyendo pequeñas mujeres rojas, la
última novela de la Sanz, combatiendo inútilmente al poniente junto al
ventilador del chino, cuando ha sonado el teléfono fijo. Al otro lado la inconfundible voz de
Babo, compañero del alma.
Me cuenta, después de preguntarme por la
familia, bien gracias, y por el paradero de Severino, ¿sabes tú por dónde para Kislokan?, que
él también tuvo de pequeño un cisne de goma como el que aparece en Últimas tardes con Teresa del Marsé. Aunque, me aclara, el suyo no flotaba
sobre el reflejo de la luna en una piscina a orillas del mar. Se lo regaló, con motivo de su quinto cumpleaños, una tía abuela suya que vivía por aquel entonces en Brasil
(sí, su cisne atravesó el Atlántico en barco) y a la que no vio nunca en persona.
En el barco citado, el poniente causando estragos en la imaginación enfermiza sin dueño, un anciano paseaba por cubierta
apoyándose en un bastón de ébano. Nadie que se cruzaba con él lo reconocía,
pero era Charles Chaplin. Cuando pareció cansarse, desapareció por la borda,
arrojándose al mar, cómo no, embravecido. Sobrevivió. De hecho, cuando se supo
todo, la prensa de la época no se hizo eco, a uno de los botes salvavidas que fueron en su rescate le pusieron de nombre Charlot II.
Y de repente, Babo
ya ha colgado, todo cobra sentido. Fue durante una excursión escolar a la
Albufera. Un viejo con un sombrero de paja nos saludó desde otra barca. Una
niña me apretó entonces la mano y la mirada. Entonces no fue causa de ningún asombro el nombre del
barquito: Charlot III. Esmeradas letras rojas sobre la madera. Ni siquiera
recuerdo cómo se llamaba. En fin.
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