La
tarde inmóvil y tórrida en el callejón desierto es testigo de la repentina aparición
de la gatita blanca. Ha saltado con humilde agilidad la tapia coronada de vidrios
de colores que delimita un solar sin higuera. Atrás han quedado una cabeza de
muñeca, una silla de mimbre coja y dos recuerdos recluidos en la urgencia
furtiva del mismo deseo.
La
vieja ciudad se derrite como un polo de limón caído en la acera. En el
escaparate de una tienda de ropa cerrada por liquidación, un maniquí desnudo
está sentado en una hamaca playera. Sombrero de paja, un yate en el horizonte, olas
maulladas. En un mar sin atlas escolar, el regreso de una noche remota, triste
y azul, mientras pasa el tiempo.
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