domingos



El cine del barrio sigue cerrado y su patio de butacas confinado. En la fachada no hay ningún cartel anunciando su próxima reapertura. El anciano permanece inmóvil frente a la taquilla un rato, hasta que se da por vencido. Antes de marcharse cabizbajo, y como viene haciendo los últimos tres meses, deposita el dinero de la entrada en un sobre azulado que saca de una bolsa de plástico y consigue meterlo por debajo de la puerta principal. En el camino de regreso a casa, se detiene en una heladería artesana y decide tomarse el primer granizado de café del verano, arriesgándose a no pegar ojo en la noche por venir. Los ojos de la camarera, muy atenta y enmascarada, le recuerdan a los de la señora Muir. Se marcha como un fantasma de allí, más felizmente inmaterial que cuando entró. Ya en casa, termina de leer la novela sin moraleja a la que llevaba días sin hacer caso, se ducha con agua cálida, tarareando con silentes aspavientos, y vuelve a vestirse de calle con urgencia adolescente. Cenará en el café de Rick.



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