El
camarero se quita la mascarilla frente al espejo del aseo de empleados. Quiere
calmarse antes de volver al comedor y fingir que no conoce a la mujer de la
mesa catorce. El hombre que la acompaña, pañuelo asomando por el bolsillo de la
chaqueta más cercano al corazón, no ha parado de hablar por el móvil desde que
se han sentado. Ella, todavía sus ojos verdes como la albahaca de la madrugada
antigua de cristales empañados, espera a que termine sin mostrar gesto alguno
de fastidio. Cuando ocurra, pedirán el menú degustación y antes del postre él
inventará un chiste acerca del tartamudeo del camarero que les ha tocado en suerte.
Ella se reirá aproximadamente durante cinco segundos y se limpiará con la servilleta los labios antes de beber de su copa nunca vacía.
Otro camarero es el encargado de servirles los
cafés, para él en vasito de cristal y para ella pues lo mismo, y traerles la
cuenta. Cuando él le pregunta por su compañero, ella mira alrededor por ver si
lo ve, hasta que sucede que se siente, apenas el eco de un instante, sola en el mundo. Un gorrito de lana en mitad de un lago helado. Dejarán propina mientras él insistirá con otro chiste de tartamudos que le
escuchó a un cómico de los de antes. Ella esta vez se reirá durante, aproximadamente, diecisiete segundos.
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