Después de tantos días
sin dar un paseo, uno comprueba con impasible asombro que siguen en su sitio
las calles de su vieja ciudad. Los trozos de sol parecen cálidos refugios de
voces invisibles y las palomas parecen haberse adueñado de los descoloridos pasos
de cebra. Pero uno se siente un tanto fuera de lugar. Oculta su rostro, como un
forajido, con una mascarilla higiénica. Los solitarios enmascarados,
enmudecidos, con los que se va cruzando, le producen una vergonzante inquietud.
Culpa de ello, como justificándose, al insomnio, a la penumbra vacía de su
habitación, a las persianas bajadas con grafitis moribundos, al haber estado
leyendo a Salinger hasta las tantas bajo la luz escuálida de un flexo azul. En
uno de sus memorables cuentos, El hombre
que ríe, título (y alma) que toma prestado de una no menos memorable novela
de Víctor Hugo, se mencionan dos máscaras: una hecha con pétalos de rosa y otra
de seda negra. Uno, por entretenerse mientras camina sin rumbo a menos de un
kilómetro de su domicilio, intenta encontrar a alguien que esconda su horror de
forma tan poética. La esperanza, dicen, es lo último que se pierde; pero uno se
cansa pronto. Además, se da cuenta que se le está acabando el tiempo reglamentario y
todavía ha de comprarle comida al loro. Ya en casa algo, desde algún recóndito
lugar de su memoria, le dice que no. Que pasear es, y era, otra cosa.
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