celebraciones


 Ayer, en uno de los balcones de la finca de enfrente, una mujer leía plácidamente mientras tomaba el sol desnuda. El silencio de la calle desierta callaba con una sonrisa cómplice y una paloma voló, desde un paso de cebra hasta la cumbre de un buzón, con el tiempo de arena trascurriendo grano a grano. 

 Repentinamente del balcón que está encima del mío salieron primero un grito de protesta y después un limón. Entonces (hasta el cálculo de probabilidades se rindió ante el presagio de una inminente evidencia) la mujer entró en su casa y volvió a salir con un megáfono. Ya una muchedumbre en los balcones aguardaba. Unos versos de Miguel Hernández Gilabert (“Me tiraste un limón, y tan amargo, / con una mano cálida, y tan pura, / que no menoscabó su arquitectura / y probé su amargura, sin embargo.”) fueron recitados con voz gigante, y tan conmovedoramente persuasiva para un anciano de un balcón cercano, que el pobre acabó, entre aplausos sin compasión, en porreta. Día del Libro, ayer. En fin.

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