Envuelto en una mantita
a cuadros, un cachorro de pastor alemán jugueteaba con un hueso de goma en
las cercanías de la estación de tren. A su lado una mujer joven estaba sentada en el
suelo con las piernas cruzadas. Al alcance de su mano un bote de lápices vacío y un cartelito con un tengo hambre escrito con mano temblorosa
y rotulador rojo. Una anciana, mascarilla recién estrenada, se ha detenido
frente a ella apoyándose en un bastón, mirándola fijamente como si la conociera
de toda otra vida. Después de estar así un tiempo inédito en los relojes, se ha
alejado con la mirada herida y una voz de niña en algún lugar de su memoria. Yo,
que allí estaba y ahora tecleo, he seguido su ejemplo instantes después. El
paseo reglamentario llegaba a su fin.
Ya en casa, después de ducharme con agua
cálida y comerme una pera, me ha asaltado una duda y ha sido inevitable que
encendiera mi viejo ordenador para intentar calmarla. Navegando por Internet he encontrado el remedio a mi extraño
desasosiego. La foto que tengo delante demuestra mi error. Aún tengo tiempo de
ir a la primera línea y cambiarla. No, no era un cachorro de pastor alemán,
sino de pastor belga, el que jugueteaba con un hueso de goma en las
cercanías de la estación de tren. Todavía estoy a tiempo.
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