Coincidí con Babo en un
apartado banco de madera del parque de los columpios. Hacía tiempo que no
hablábamos y nos pusimos al día. Como siempre, no nos dijimos la verdad, no toda al menos,
pero no nos engañamos. Él leía una novela francesa de principios del siglo pasado
y miraba pasar los aviones por el cielo de la vieja ciudad cuando quería
descansar la vista. Yo cerraba los ojos, sin más, y sentía el calorcillo del
sol al otro lado de los párpados. Me contó que Severino, un amigo común, había
vuelto a las andadas; y se había fugado con la mujer de un cliente multimillonario
al que le estaba pintando las paredes y los techos de uno de sus chalets. Habían
sido localizados en París por un detective privado que tenía como única misión
vigilarles y, a ser posible, elaborar un detallado informe de las prácticas
sexuales que perpetraban en la habitación del hotel de lujo en que se alojaban.
La curiosidad dicen que mató al gato, pero el cliente multimillonario
necesitaba encontrar un motivo, uno solo, por el que su mujer lo había
abandonado por un pobretón pintor de brocha gorda que almorzaba bocadillos de
mortadela y bebía tintorro de Cariñena directamente de una bota Recuerdo de Pamplona. En fin, nos dimos
un abrazo y quedamos en llamarnos por teléfono un día de estos. O aquéllos.
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