Pastelitos de boniato


Cuando llegó, le habían avisado por teléfono, ninguno de los habituales seguía allí. Las mesas, con una pequeña planta roja en el centro de cada una, todavía no estaban montadas para la cena. En la pantalla del televisor, un muñeco de nieve perseguía al ladrón que le había robado su nariz de zanahoria. La música de fondo se confundía con el canturreo de un camarero en el comedor de arriba. Con algo menos que una sonrisa, el que atendía la barra, aún sin uniformar, le invitó a sentarse en uno de los taburetes giratorios. No tardarán, dijo alzando las cejas y la barbilla hacia la máquina tragaperras. La habían desenchufado por la mañana y una anciana, pelos de loca, permanecía de pie frente a ella. Inmóvil como el silencio roto por el recuerdo de la vieja melodía. No quiso tomar nada mientras esperaba. En la pantalla del televisor, entonces, o tantos años atrás, un hombre en taparrabos lloraba por la muerte de una mona. Pasó una eternidad; varias veces giró el mundo. Al grito de Tarzán comenzaría todo, incluso el deslizar, mejilla abajo, de los adioses.  

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