Pasa la tarde al lado de
la estufa de los dos tubitos anaranjados. Está solo en la habitación, sentado
en el sillón giratorio que le compró de segunda mano a no recuerda quién. Una
manta a cuadros cubre sus piernas. Al otro lado del tabique se oye el rumor de
un mar. Sueñas despierto, se dice, mientras mira con extrañeza la ausencia de
su reloj. Alguien se lo habrá quitado de la muñeca, seguramente mientras dormía
la siesta de antes de comer o aprovechando que la chica lo estaba limpiando en
el cuarto de baño con la esponja verde.
No sabe su nombre, no
recuerda si alguna vez lo supo. Le dijeron que era de un país lejano, que allí
tenía un marido y un hijo. Se negó a leer los informes que traía, le bastaron
sus ojos tristes. Ella sólo le contaba del tiempo que hacía en la calle, de lo
que le prepararía para comer, de la ropa con la que tenía que vestirse para
parecer un actor de cine de los de antes. De que la perdonara por el cálido
beso que le dio en la frente cuando él quiso escaparse del trozo de sol de todas
las mañanas. Nadie lo sabría, no se lo dirían a
nadie. Ni siquiera a la voz que les llamaba cada anochecer.
Sigues soñando
despierto, se dice, aunque tú no lo sepas. Al otro lado del tabique, una sirena
de barco.
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