Un perrito de plástico dentro de un sobre. La niña
lo quiere y él no sabe decir que no. Sólo le falta uno para completar la
colección. El quiosquero tiene la cabeza más grande de lo normal y tartamudea
cuando se pone nervioso si el cambio para la devolución no le alcanza. Alguna
vez él sigue encontrándoselo en el bar, de pie, desafiante frente a la barra y
de espaldas a los expertos del dominó. Acabarán hablando de películas del Oeste
como en los viejos tiempos. Entre cervezas bien frías, siempre será la misma la
conclusión a la que lleguen. Nunca debieron abandonar el Misisipi.
La niña abrirá el sobre en casa con dedos ansiosos. El
vaho del porvenir en el espejo de los recuerdos. Ni siquiera si le sale
repetido, lo más probable, le negará a él una de las sonrisas más hermosas del
mundo. Por el camino le habrá dado un beso en la mano que la tiene cogida sin
soltársela. La de risas que se les escapan cuando el último semáforo se pone verde
y corren por encima de un paso de cebra que les morderá si se demoran.
Los relojes no tienen corazón, está bien que así
sea. Shane o Tom Doniphon, qué más da. Un perro ladrará en el París de los
sueños anticipados. Será una fiesta. Una lágrima resbalará por la mejilla de
una marioneta perdida en una fatídica apuesta por un titiritero; una mujer verá
la vida en rosa en la penumbra furtiva de un patio de butacas en día laborable
y en algún lugar del único cielo, como después de la lluvia primigenia, aparecerá
un arco iris irrepetible. Más allá, mucho más allá, de Septiembre.
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