martes sin brillo

Vendía abanicos, paraguas, gafas de sol, gafas para leer de cerca y, ahora que es temporada, las mandarinas que sacaba a puñados de un saco enorme. Era un grandullón dentro de un chándal ajustado, con una sonrisa siempre colgada de sus labios y una cicatriz atravesándole la mejilla izquierda. Los precios eran a convenir pero, avisaba con voz aburrida a los que le iban de listos, estaba prohibido el regateo. “Tú me dices un precio, yo te digo sí o te digo otro, y tú me dices sí o no, y ya. Que el tiempo es oro y no se desbordará ningún amazonas por el agua de nuestras lágrimas”.

Ahora (que el domingo queda lejos, y el día laborable es una rutinaria certeza) siento que gotitas de sudor adolescente resbalan por mis sienes; que una lluvia fina, pero persistente, sigue mojando los asientos de atrás del coche que abandonaron los atracadores en la plazoleta de las canicas al ser sorprendidos por la policía, y el inimaginable chivatazo de uno de los suyos, mucho más doloroso que la fatal bala de carmín que atravesaría el corazón del jefe de la banda; que la palma de mi mano está desierta y los rayos de un sol juguetón me impiden ver los garabatos en el cielo, más allá de la carpa de un lejano circo, de mi globo fugándose; que la bibliotecaria de la torre de los contrabandistas me dice, su voz escrita dentro de un bocadillo en la viñeta de un cómic de hace mil años, que no la alcanzan las diminutas letras de los sucesivos olvidos de su vivir…

Si yo hablara de los presuntos lectores, que subrayaban los libros tomados prestados y juraban ser inocentes, que manchaban de aceite páginas memorables mientras almorzaban, que olvidaban leerlos y no los devolvían en el plazo establecido, que escribían en los márgenes versos (si mi sangre fuera tinta y mi corazón tintero…) de conmovedora intrascendencia; incluso una vez un anciano con un aire a John Wayne quiso quedarse a vivir en mitad de un capítulo de Dickens y ni el patibulario guardia jurado pudo hacerlo entrar en razón sin utilizar su porra reglamentaria.

En fin, el otoño masticado con agrio dulzor. Y que en los tiempos que corren cincuenta euros gastados al acaso merecen al menos, o eso quiero creer, el consuelo de la esperanza.

1 comentario:

  1. así era mi martes hasta hace un momento...
    haces magia... sé que me repito pero es que es así...
    gracias por cambiarme de color el martes...
    gracias por escribir como lo haces...

    y un beso...

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