cinefilias

No hay sitio para mí porque no queda ninguna entrada. Lo acabo de leer en la hoja que han pegado en el cristal de la taquilla. El cine todavía tiene las puertas cerradas y no se ve a nadie esperando. Claro que aún quedan dos horas para que empiece la película, demasiado tiempo para estar sentado en los escalones de la puerta principal sin nada que beber. ”Ni saliva que sorber, compañero”.

No lo he decidido, simplemente he sentido el recuerdo de otras tardes, cuando me colaba sin pagar porque no tenía un duro. Meto la mano en el pequeño bolsillo delantero de mi pantalón vaquero, donde guardo las monedas, y cuento con el tacto el dinero de la entrada que me ahorraré. La sesión es numerada pero encontraré un lugar, aunque me quede de pie como aquel estudiante del instituto cercano, la mochila con los librotes sobre la moqueta roja que ya no existe, la vez que Tom Doniphon incendiaba la casa, la de los cactus en flor, destrozando un hogar sólo soñado.

Y con la misma mano desierta, y la misma butaca vacía de mi memoria, vuelvo a encontrarla: la primera lágrima recordando la caravana, donde habían vivido hasta que todo terminó. Mientras anochecía por las calles de mi vieja ciudad, tan lejos.

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