Al final la historia del
hombre-peluche se ha precipitado allí donde habita el olvido. La anciana, pelos
de loca, sigue dando de comer a las palomas de la plazoleta trocitos de pan,
ahora mezclados con chucherías de todos los colores compradas por bolsitas en
el bazar del Fu-Manchú, en un silencio cómplice de otros silencios antiguos. Sin testigos callará el último graffiti, que quedará sin ser pintado, con mirada firme y
mano temblorosa, en el ancho muro del convento del barrio. A salvo en los
trozos de sombra, refugiado de un sol desalmado, un jubilado seguirá esperando
quién sabe qué dando golpecitos a la acera con su bastón. Babo, por su parte,
me llamará por teléfono un día de estos,
y me contará sus vacaciones desde alguna de esas islas lejanas de nombre
impronunciable que sólo se veían con lupa en los atlas escolares del siglo
pasado. Y yo, como buen compañero del alma, me creeré todas sus aventuras. Que
del verano azul, no que no, no nos moverán.
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