El hombre-peluche ha
desaparecido. El Fu-Manchú, el sonriente dueño del bazar más popular del barrio
que lo había contratado por horas al comienzo del verano, no sabe nada de él
desde hace días. Unos vecinos, habituales de la plazuela donde trabajaba,
achacan su desaparición a las altas temperaturas alcanzadas a la intemperie. La anciana, pelos de loca, que encontró su disfraz detrás de unos arbustos
cuando alimentaba a unas palomas moribundas y anochecidas, no dice nada y se calla igual que el esposo de la
del ramito de violetas. Pero como le gusta jugar y de niña era adicta a resolver
los enigmas que encontraba en los tebeos, pinta un graffiti en la tapia que todos verán, la que impide el paso al
solar que una vez fue el salón de baile más popular de la vieja ciudad. A modo de pista, unos versos de Pedro
Salinas que recordará, si la interrogan o si acaso ofrecen una recompensa,
haber escuchado en sueños:
de ese barco mañanero
de la mañana de agosto,
barco de los rumbos dulces
que no lleva a ningún puerto.
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