Su lengua sabía a piña. Es lo que él recordaba muchos años después, volviendo a leer los versos de amor que ella le había subrayado con lápiz. Había tomado el libro al azar de su pequeña biblioteca, y no reconocía la letra con la que había escrito su nombre, y una fecha, en la primera página. Tinta azul de un bic cristal, dos iniciales encerradas en el mismo corazón de arena, una hoguera lejana en una playa olvidada, un barco atravesando un mar en el tiempo de las caricias recién inventadas. El año pasado, presa de una melancolía enfermiza, brindó en silencio con el licor aquél de su primera noche, tan antigua. Un licor, ese día sin viento, con el nombre de los años que cumplía: cuarenta y tres. O catorce; o treinta y dos; o cincuenta y nueve, la edad a la que murió el Dickens. Anoche estuvo leyéndolo, acostado ya, a la luz de la bombilla azul del flexo, y sintió el milagro de la literatura en cada brizna de hierba que al morir el día interrumpía la desolada quietud de sus pantanos…
que preciosidad...
ResponderEliminarun beso... con sabor a piña...