disparos

Todas las palabras del resto del mundo quedaron dentro del paréntesis que ellos dos, únicos sobrevivientes en el asiento de atrás de la noche, abrieron y cerraron a besos. Él, tal vez ella, apretó el gatillo del viejo revólver con cachas de nácar; y ella, quizás él, fundió las manecillas del reloj de pared ayudándose de un pequeño encendedor de plástico. Un cuco muerto entre sombras chinescas de caramelo.
Encadenados a las mismas caricias distraídas fueron azúcar de mar en los confines del tiempo clausurado, dos canicas guardadas en una caja de latón al fondo del maletero de un coche que se diera a la fuga saltándose los sucesivos controles de la memoria uniformada; como pececitos de colores rozando las acalladas paredes de cristal de los milagros sin relato.

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